Gatos de 4 patas
Reflexiones “postplandémicas” sobre dormidos, despiertos y despertadores
Todos sabemos lo que pasó en 2020. Lo que pasa es que cada uno lo sabe a su manera, como suele ocurrir.
Unos nos hemos desgañitado por intentar hacer partícipes a otros de lo que había detrás del escenario, cuando se conformaban tranquilamente con lo que había tras el telón.
Y eso, por más que nos pese, se llama violencia.
La misma que se usa para despertar a alguien que duerme plácidamente, insistiendo en que disfrute del amanecer, sin tener en cuenta que quizás lo suyo sea el atardecer, o el silencio de una noche estrellada.
Nos hemos empeñado en demostrar que teníamos “razón”. A cualquier precio: enemistad, tensión, desamor, humillación. Nada importa cuando uno se quiere colgar el preciado estandarte de “estar en lo cierto” y , sobre todo, demostrarlo.
Y lo peor de todo es que la teníamos. Y la seguimos teniendo.
Descubrimos el truco del mago en la primera escena, y se nos desmoronó toda la obra, así que nos empecinamos en avisar a los que aún veían la paloma o el conejo blanco para sacarles de la ilusión, obviando que quizás envidiábamos volver a verlo: volver a creer que todo aquello en lo que creíamos era verdad, que el Estado nos cuidaba, que la historia era verdadera y que vivíamos en una pequeña bolita azulada dando vueltas alrededor de un astro que a su vez es una mota de polvo en un Universo en expansión.
¡Quién pudiera cerrar los ojos y volver a ese sueño!
Pero nada. Ya no hay manera.
Ahora tenemos que sospechar de todo, y de todos. Nos hemos vuelto tan suspicaces que no hemos dejado un sólo gato con cuatro patas.
Nos hemos especializado en mirar todo con lupa, y en esa lucha puede que nos hayamos olvidado, como Julio Iglesias, de vivir.
¿Pero qué vida es esa que no estamos viviendo? ¿La de verdad o la ilusoria? Y si es así, ¿por qué habría de ser malo disfrutar de esa “maya” de la que hablaba el hinduismo, o de esa “mátrix” que está hasta en la sopa por obra y gracia del sobreestimado Keaunu Reeves?
Si estamos tan seguros de que la realidad no es esto y que formamos parte de una simulación ¿por qué insistimos tanto en defenderla?
¿No deberíamos entregarnos y disfrutar del viaje?
¿Qué es lo que tanto nos molesta?
Quizás es el sueño de los demás lo que nos recuerda ese “paraíso perdido”, esa Arcadia a la que ya no podemos volver a vivir alegres, despreocupados y confiados.
La tristeza es haber perdido la confianza en todo. Pero la alegría es haberla ganado en nosotros mismos: darnos cuenta de que no necesitábamos nada de eso que considerábamos imprescindible, y lograr que no nos importe que los demás lo sigan ansiando y defendiendo.
Y ahí está la clave: no somos nosotros los que tenemos que defender algo que no existe y que ya no nos importaría, incluso si existiera.
Son los que están anclados a la simulación los que deben defenderla y pelear por seguir en ella, y si no lo hacen no será nuestro problema.
Nosotros conocemos los planes, los ejecutores, los pequeños pasos y entresijos, pero lo más importante es que conocemos al enemigo, y es demasiado grande como para no dejarnos exhaustos.
La única forma de vencerlo es venciéndose a uno mismo, como los samuráis: dejarse morir dando lo máximo, porque justo cuando uno decide hacerlo es cuando más se llena de vida.
Cuando dejamos la lucha y nos entregamos, son los demás los que nos buscan y piden que les ayudemos a despertar.
Y puede que en ese momento, al fin, descubramos que ya no nos importa, porque estaremos durmiendo con el ronroneo de uno de esos gatos de cuatro patas en la cabeza.